LA ABUELA DE ALFANHUÍ

 

La abuela de Alfanhuí incubaba pollos en su regazo. Le solía venir una fiebre que le duraba veintiún días. Se sentaba en la mecedora y cubría los huevos con sus manos. De vez en cuando les daba la vuelta y no se movía de la mecedora, ni el día ni la noche, hasta que los empollaba y salían. Entonces se le acababa la fiebre y le entraba un frío terrible y se metía en la cama. Poco a poco, el frío se le iba pasando y volvía a levantarse otra vez y se sentaba al brasero. Aquella fiebre le entraba diez veces al año.

Cuando venía la primavera, todos los niños le llevaban los huevos que encontraban por el campo. La abuela solía enfadarse porque le parecía poco serio aquello de incubar pájaros entre los huevos de gallina. Pero niños y niñas venían con los huevos pintos, y huevos azules y huevos tostados y huevos verdes y huevos rosa. "Éste, para ver de qué pájaro es"; "éstos, porque quiero criar dos tórtolas"; "éste, porque la madre lo ha aborrecido"; "éstos, porque estaban en mi tejado"; "éstos, porque quiero ver qué bicho sale"; "éste, porque quiero tener un pajarito"; el caso es que sobre los quince huevos que solía incubar la abuela, se le juntaban a veces hasta cincuenta de aquellos huevos primaverales y multicolores en su negro regazo.

- ¡Engorros, engorros! Eso es lo que traéis - gritaba la abuela.

Pero el revuelo de verdad se formaba a los veintiún días. A las once de la mañana, la escalera y el descansillo se llenaban de niños que esperaban a que la abuela abriera la puerta y diera sus pájaros a cada cual... Por fin, hacia mediodía, la abuela abría la puerta. Todos se apiñaban a la entrada y se pegaban por ponerse los primeros. La abuela se acordaba del huevo de cada cual y no se equivocaba nunca. Los niños se quedaban en el umbral, y la abuela empezaba a entregar los pájaros: "Aquí tus tórtolas"; "el tuyo era de cuclillo"; "el tuyo de tordo"; "el tuyo de vencejo"; "el tuyo de pardal"; "del tuyo han salido culebras", y el niño ponía las manos y se llevaba cinco culebritas negras. Porque ¡ay del que no estuviese conforme con lo que salía!, había que llevarse lo que fuera.

- ¿Te da asco cogerlas?, pues te aguantas, yo las he tenido veintiún días dándoles mi calor.

Y seguía: "los tuyos, de zorzal"; "el tuyo, de jilguero"; "en el tuyo, lagartos". "El tuyo no tenía nada, estaba huero", le decía a lo mejor a una niña con un gran lazo blanco en la cabeza, y la niña se iba llorando desconsolada, con su cestito vacío. Pero la abuela no se enternecía. Al terminar, volvía a enfadarse; después de haberlos incubado veintiún días con tanta paciencia, la abuela se indignaba:

- ¡Y no volváis más! ¡Nunca más! ¡Todos los años con la misma historia!, y luego no os acordáis nunca de la abuela, ni le traéis un mal dulce, ni la venís a ver. ¡Fuera, fuera! ¡El año que viene ya veréis!

Pero "el año que viene" por la primavera, la abuela estaba muy alegre de estar viva todavía. Y se repetía la misma historia.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO